Carlos Gaviria Díaz, El Tiempo, Bogotá, agosto 7 de 2011
Los ocho años de gobierno de Uribe dejaron en el país una marca tan profunda, buena o mala, según quien la evalúe, que ha suscitado una controversia singular entre la gente común y aun entre los analistas: ¿es Santos su continuador o un presidente con sus propios proyectos e identidad? Para mayor sorpresa, la pregunta no es fácil de responder. Voy a ensayar una respuesta desde la perspectiva de quien milita en el único partido político de oposición que hay hoy en Colombia, el Polo Democrático Alternativo, pero sin que mi opinión lo comprometa.
Lo que dice Santos: "Mi proyecto es el mismo de Uribe, pero con otro estilo". ¿Debemos atenernos a su ’confesión’? De ningún modo, pues la política es el campo de la mentira interesada y Santos, que no es un fanático de la verdad, no quiere malquistarse con el uribismo. Más sensato parece elegir como guía la máxima evangélica: ’Por sus frutos los conoceréis’, y mirar con buen juicio qué es lo que Santos ha hecho y cuál ha sido su estilo en el primer año de gobierno. La referencia a unos pocos temas permitirá sacar conclusiones.
La política económica de Santos se parece a la de Uribe como una gota de agua (¡turbia!) se parece a otra. Beneficios, desproporcionados y costosos, al capital financiero y al minero energético transnacional. Este último, según datos del Banco de la República, representa el 80 por ciento (aproximadamente) de la inversión extranjera directa. En el 2010 las exportaciones mineras alcanzaron la cifra récord de 18.400 millones de dólares, un 46 por ciento del monto total exportado. Pero este resultado impactante se logró a costa de reducir la tributación directa con mecanismos seductores para el inversionista, como las zonas francas o los contratos de ’estabilidad jurídica’. Hace poco, el Dane reveló un hecho preocupante: a causa de esos beneficios tributarios, el país deja de percibir 9 billones de pesos anuales, que en algo podrían contribuir a satisfacer tantas necesidades básicas insatisfechas de amplios sectores de la población. En tales condiciones, ¿podrá considerarse rentable para Colombia la explotación minera?
Una autoridad en el tema, Guillermo Rudas, investigador de la Universidad de los Andes, ha mostrado de modo incontestable que el país recibió 1,93 billones de pesos en regalías mineras, pero las exenciones llegaron a 1,44 billones, lo que no deja dudas acerca de quiénes son los verdaderos beneficiarios del negocio.
Y, para que el panorama sea completo, el Ministerio de Hacienda ha presentado un proyecto de reforma tributaria que busca reducir el impuesto a la renta, lo que permite prever un incremento al IVA en detrimento de la población más pobre.
Coherencia rigurosa en los medios para lograr sus propósitos, no ha faltado a Uribe ni a Santos. Una muestra como colofón a lo anterior: el actual presidente ha prometido al capital financiero el pago de la deuda pública, que asciende aproximadamente al 30 por ciento del presupuesto anual, a costa de sacrificar los derechos sociales, sustancia del Estado Social de Derecho. No otra cosa significa la introducción en nuestro ordenamiento del principio de sostenibilidad fiscal, que entorpece el acceso a la justicia para reclamar derechos de esa índole y faculta al Gobierno y al Procurador para impugnar una sentencia que los reconozca, arguyendo que el gasto excedería lo que la disponibilidad fiscal permite. De paso, se desdibuja el Estado de Derecho, a secas, al autorizar la injerencia del Ejecutivo y del Ministerio Público en las decisiones de los jueces.
De tiempo atrás he creído y dicho que la Ley 100 de 1993, concebida y defendida por el doctor Uribe cuando era senador, significa la primera gran transgresión a la Carta del 91 porque, mientras en el contexto de esta la salud merece el tratamiento de un derecho social fundamental, en aquella se entrega la prestación del servicio a empresas con ánimo de lucro que anteponen este a la atención requerida por el paciente.
Hubiera sido esta la ocasión propicia para enmendar esa falla, pero, muy al contrario, el actual gobierno no solo mantuvo indemne el modelo, sino que acogió en buena parte el contenido de decretos de Emergencia Social dictados por el gobierno de Uribe, y declarados inexequibles por la Corte Constitucional, y lo vertió en la Ley 1438, impasible ante los fundados reparos de representantes de usuarios y de voces autorizadas de la comunidad médica.
Pero hay algo peor: esa filosofía discordante con la esencia del Estado Social de Derecho, que ha fracasado estruendosamente en el campo de la salud, se proyecta trasplantar al campo de la educación superior, con un mensaje implícito muy a tono con esa filosofía crudamente pragmática de ambos gobernantes: solo el propósito de lucro puede lograr la excelencia académica.
Ahora bien: no faltará quien arguya, en respaldo de la tesis que tiende a diferenciar a Santos de Uribe, que el primero algo ha preservado del legado liberal de algunos de sus antepasados, mientras que en el segundo el ’trapo rojo’ siempre hizo parte de su impostura; pero a quien así razone hay que pedirle que le dé un vistazo a la llamada ley de seguridad ciudadana, reflejo fiel de quienes piensan que son compatibles la filosofía liberal y democrática con la sanción a la protesta social y que la tipificación de delitos y el aumento discrecional de penas son la mejor terapia para trastornos sociales cuyas raíces es preferible ignorar.
Sería difícil para Santos declarar que su proyecto es distinto al de Uribe, por tres razones principales: 1) fue fiel ejecutor de sus políticas desde el Ministerio de Defensa; 2) se hizo elegir con la promesa de que sería su continuador puntual; 3) era inmenso el respaldo de Uribe en la opinión nacional, y no es este el sitio para analizar por qué.
Pero a la vez: como el gobierno de Uribe ha sido, después del de Laureano Gómez, el más reaccionario que ha tenido el país en más de un siglo (y uso la palabra en el sentido riguroso que tiene en filosofía política), cualquier propuesta que implique algún progreso tiende a ser magnificada y utilizada para diferenciar a Santos de su antecesor. Un ejemplo, la ley de víctimas y restitución de tierras a los campesinos violentamente despojados de sus parcelas. Con los defectos e inconvenientes que puedan señalársele, yo la juzgo positiva y necesaria. Pero de allí a concluir que la inspira un propósito de justicia distributiva hay una distancia sideral. Cuando alguien ha sido despojado de lo que es suyo, lo que dicta el más elemental principio de justicia retributiva es volver las cosas al estado anterior.
Finalmente, ¿no hay que abonarle a Santos el haber corregido una política internacional torpe, que nos había aislado de nuestros vecinos? Concedido. Pero, ¿acaso no fue él, corresponsable del deterioro de las relaciones con Venezuela mediante el hostigamiento permanente a Chávez, censurado por el mismo Uribe? ¿Y es que la operación Fénix se planeó y ejecutó contra el querer del entonces Ministro de Defensa?
Y en cuanto al estilo: ojalá no vuelva al Palacio de Nariño ese lenguaje procaz que tuvimos que escuchar durante ocho años, revelador, por cierto, de conductas de esa misma índole. El estilo parece poca cosa, pero cuando no es innoble hay que agradecerlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario